Hoy quiero compartirte algo muy personal, algo que nace desde lo más profundo de mi corazón. En el marco del Día de la Misericordia, me parece el momento perfecto para hablar de una presencia constante en mi vida: la imagen del Señor de la Misericordia.
Desde que era niño, esta imagen ha sido un refugio, un faro de esperanza, un recordatorio silencioso pero firme de que Jesús y su amor infinito siempre han estado a mi lado, aun cuando yo me alejaba o buscaba otros caminos.
Recuerdo con especial ternura a mi abuela materna, Visitación. Su nombre, tan hermoso y simbólico, también parecía contener un profundo misterio de fe y devoción. Fue ella quien, con una paciencia amorosa y una dulzura inigualable, me enseñó a rezar la Divina Coronilla.
Cada tarde, a las tres en punto, nos reuníamos. Ella tomaba su rosario gastado por los años y la devoción, y empezábamos juntos la oración. No era solo repetir palabras; era entrar en un espacio sagrado donde el tiempo parecía detenerse y el amor de Jesús se volvía tangible. Era, aunque yo aún no lo comprendiera del todo, una profunda comunión con la misericordia divina.
Cuando crecí, como muchos, sentí la necesidad de buscar respuestas en otros lugares. Me alejé de las enseñanzas tradicionales, exploré otras creencias, caminé por senderos distintos en mi búsqueda de sentido espiritual. Y aunque mi mente buscaba nuevos lenguajes, mi corazón nunca olvidó la imagen que mi abuela me había regalado con tanto amor.
El Señor de la Misericordia siguió ahí.
En la entrada de mi casa, en algún rincón discreto de una habitación, sobre mi escritorio al comenzar cada día. A veces era solo un vistazo rápido, otras veces una plegaria silenciosa, pero su mirada llena de ternura, su mano levantada en bendición y su promesa escrita al pie de la imagen:
“Jesús, en Ti confío”,
me sostenían sin que yo siquiera fuera del todo consciente.

Incluso cuando yo mismo dudaba, Él nunca dejó de creer en mí.
Hoy, mirando hacia atrás, comprendo que su misericordia me acompañó en cada paso, incluso en aquellos donde parecía que yo mismo me había perdido. No importa cuántos caminos diferentes haya transitado: la fe en Jesús, en Dios, en Su misericordia, ha sido el hilo invisible que me ha tejido y reunido una y otra vez.
El Día de la Misericordia no es solo una fecha en el calendario litúrgico. Para mí, es un recordatorio viviente de que el amor de Dios no se agota jamás. Que no importa cuánto dudemos, cuánto nos alejemos, cuánto sintamos que hemos fallado, su misericordia siempre está extendida hacia nosotros, como un abrazo eterno que nunca exige nada, solo nos invita a volver.
Y hoy, desde este lugar de humildad y gratitud, quiero honrar a mi abuela Visitación, a esa mujer de fe sencilla pero inquebrantable que me enseñó una de las oraciones más poderosas que he conocido. Su legado vive en mí, no solo en los recuerdos, sino en cada momento en el que recito la Divina Coronilla, en cada ocasión en que veo al Señor de la Misericordia y sé que no estoy solo.
Hoy sé que Jesús no es solo una creencia, es un amigo real, cercano, vivo. Un amor que nunca se cansa de esperar.
Que en este Día de la Misericordia, tú también puedas recordar que no importa lo que hayas vivido o dónde estés ahora: Dios sigue extendiéndote su mano, sigue creyendo en ti, sigue confiando en tu luz.
Y si alguna vez te sientes perdido, si alguna vez el miedo o la duda intentan nublar tu corazón, repite conmigo, con toda la fe que puedas:
“Jesús, en Ti confío.”
Él escucha. Siempre.